¿Ves?, lo que está pasando ahora con la pandemia esta no es lo mismo pero si muy parecido a lo de tu sueño de los zombis. Joder Jota, hum, eres un visionario tío.
Porque antes mi alter ego no me hablaba tan claramente como ahora. Con el estado de alarma y las mascarillas cubriéndome el careto Buixó decidió dar un paso adelante, cambiar de fase, ponerse a jugar a nivel Dios y comenzó a hablarme sin tapujos. Pensé que al cumplir los cincuenta lo de Buixó desaparecería pero me equivoqué como en tantas otras muchas cosas. El confinamiento provocó que llegase el teletrabajo a mi vida, que mi hijo, el Pequeño Gran Líder, se pasase el día jugando en la terraza mientras yo me fabricaba mi llaguita estomacal con pacharanes, birras y vermuts y que Adolfo Buixó se colase en mi sesera más que nunca con su voz nasal y sus ideas de bombero.
Buixó me habla, sí.
Siempre que me despertaba tras haber sufrido la pesadilla del apocalipsis zombi solía tener algún arañazo en la frente o en el cráneo. Soy calvo. Recuerdo que en un par de ocasiones hasta me desperté con una erección pero nunca llegué a masturbarme porque en mi cerebro no se había quedado plasmada la escena exacta, la escena cero qué dicen, concebida en la pesadilla apocalíptica y causante primera de toda aquella excitación nocturna. Podría haber llegado hasta el fondo del asunto revisando en mis archivos mentales para acabar como es debido el tema de la erección. Soy capaz de hacer eso como lo soy también de desfilar por una avenida sin llegar a cagarme encima. Pero desde que poseo el rol de padre prefiero no ahondar demasiado en esos archivos mentales semi ocultos en el interior de mi tálamo cerebral por respeto a mi hijo, el Pequeño Gran Líder, que todavía hoy me considera un tipo al cual admirar.
Así que con la segunda copa de vino a Buixó se le empieza a calentar la lengua y comienza a desarrollar una fabulosa teoría conspirativa en la que me asegura que a los chinos se les fue la mano en el laboratorio donde estaban diseñando una perfecta arma biológica para arruinarnos a todos económicamente y convertirse en los amos del mundo sin pegar ni un solo tiro ni ocupar países ajenos con guerras relámpago. Al parecer el señor Equis, llamémosle Puto Señor Li, cometió un error manipulando la probeta en el laboratorio secreto militar chino y se fue tan campante a su casa. Sin embargo, antes decidió pasarse por el mercado de la ciudad de Wuhan donde curiosamente comenzó el brote para comprarle un animal vivo a su hijo que cumplía diez añitos. Uys, qué lignorito más bonito fíjate tú, voy a comprarlo porque seguro que le encantará al joven Chí. Algo pasó en el mercado. Una caricia, un arañazo, tal vez un mordisquito, una caca seca, mucosidad de algún tipo, unas alitas de murciélago fritas y saladitas para matar el gusanillo... Eso hizo que el normal y común orden de los acontecimientos se desbordase generando un efecto en cadena debido a la globalización... Hasta hoy.
A Adolfo Buixó le encanta recordarme que afortunadamente mi Tía Paterna de noventa y cuatro años que vivía en la residencia falleció a finales de enero de 2020.
Es una suerte, hum.
Me dice el cabronazo de Buixó.
Es una suerte hum que la señora aquella que conocía a alguien nuevo cada día gracias a la demencia senil ya no esté para ver y poder llegar a vivir toda esta historia en primera persona.
Fundido en negro.
Entonces a las ocho de la tarde se empiezan a escuchar aplausos. Tengo que decir que yo estoy en la semana en la que no tengo al Pequeño Gran Líder. Custodia compartida semana con él semana sin él. Es un detalle importante que no he citado hasta ahora. Cuando mi hijo no está conmigo aparece Adolfo Buixó para alegrarme las jornadas y hacerme pensar en cosas e ideas, teorías conspirativas aparte, que cuando estoy con mi Pequeño Gran Líder a cuestas ni siquiera me planteo. Suenan los aplausos y a veces Buixó me dice que tenemos que salir a la terraza del cuarto piso que entiendo acabaré de pagar cuando abran las notarías gracias a que mi Tía Paterna con demencia senil ha dejado de conocer a gente nueva continuamente.
Y salgo, porqué no. Para encontrarme con gente de la que solamente puedo intuir sus vidas. ¿Salgo? No. Salimos. Buixó y yo. Para encontrarnos con personas que no conocemos de nada en balcones y terrazas de edificios contiguos y lindantes. No hay coches ni calles porque mi piso, como el de ellos, da a la zona de detrás, a un interior repleto de patios, algunos con jardines, plantas y algún que otro cerramiento de obra ilegal. Un hermoso y variopinto zoco repleto de añadidos a las viviendas donde todos acumulan metros cuadrados ajenos a los porcentajes sobre los que se calculan los impuestos de bienes inmuebles. Gracias a la orientación interior de mi vivienda puedo escuchar a los vencejos por la mañana ya a mediados de abril. Y también puedo ver como cuando anochece los murciélagos van volando en círculos cambiando de rumbo para no completar nunca esas circunferencias de manera perfecta. Son unos vuelos hipnóticos que a veces hacen que se me humedezcan las palmas de las manos porque no sé muy bien si esos roedores alados y ciegos van a variar su dirección de vuelo para atacar mi cuello y contagiarme algo diseñado con bacterias en algún laboratorio militar de Asia.
Yo aplaudo también con Adolfo Buixó susurrándome cosas feas al oído. Qué si la chica del pelo azul que aplaude a mi izquierda tiene un polvo. La chica del pelo azul que muchas mañanas veo en la azotea del edificio de la izquierda fumando, consultando qué se yo en su móvil o simplemente apoyada en la pared tomando el sol diez minutos; un respiro de su confinamiento. La chica del pelo azul cada vez menos azul y más gris porque las peluquerías están cerradas. La chica del pelo azul con la que una mañana intercambié sonrisas y le pregunté levantando la voz para salvar la distancia entre su azotea y mi terraza comunitaria pero de uso privativo qué tal lo llevaba y ella sonriéndome qué bien, con paciencia pero bien y vuelta a sonreír. Y luego a darle al dedito sobre la pantalla del móvil. Con Buixó súper interesado en si me había fijado en como movía la chica su dedito. En cómo deslizaba aquella yemita sobre la pantalla como si jugara con algo que en lugar de pantalla bien podría ser mi pezón izquierdo que por lo que sea es bastante más sensible que el derecho. Un pezón activador del mecanismo que tengo entre las piernas.
Qué dedo más travieso que tiene la chavala del pelo azul. ¿Te has fijado Jota? Claro que te has fijado hum. Guapa no es pero tiene algo... La verdad es que estando confinados por el tema este de la pandemia con su azotea y tu terraza comunitaria de uso privativo tan cerca la una de la otra, hum, no sé porque no pegas un salto con dos birras en la mano y te plantas delante de ella sin mascarilla ni nada para decirle que ha llegado la hora de hum tomarse algo para conocerse mejor, más a fondo. Tú tienes ya los huevos pelados de saltar a esa azotea, joder Jota. Cada vez que se te cuelga allí una hum pelota cuando andas jugando con el Pequeño Gran Líder entras y sales de ella como si fuera una parte más de tu terraza comunitaria de uso privativo. Ve Jota ve, no seas cagado. Anda. Tírate a la piscina tontorrón. Hum. Seguro que el agua está caliente. Además tu novia madrileña, la Chica Brillante, está a seiscientos kilómetros y con toda esta movida del virus y el confinamiento igual te pasas un año sin volverla a ver. La Chica Brillante se ha convertido en una voz. Hum. Has olvidado cómo huele. No puedes sentir sus caricias ni paladear el sabor que contienen sus besos. A lo mejor la Chica Brillante pilla el virus y fallece. Y no la ves más. Nunca. Hum. Y enton..
Aplaude la pareja de jubilados, población de riesgo, que cada mañana se pone a caminar por su salón ganando metros de recorrido poniéndose a caminar también a lo largo de su balcón durante media hora larga me figuro que para no empeorar los problemas circulatorios en las extremidades inferiores que seguramente deberán padecer. Aplaude la parejita de gays que tras los aplausos se queda diez minutos más en la terraza moviendo los hombros y el culito como si llevaran un Vibralux © metido en el culo al compás de la puta música que ha puesto el vecino de la planta baja con moqueta de césped artificial. Aplaude ese garrulo que habla a gritos seguramente porque está medio sordo o es gilipollas, padre de dos niñas de menos de diez años y un bebito de meses que se pasa el día berreando hasta que su madre, otra garrula que habla bajito porque no suelo oírla pero que gesticula como si se hubiese fumado una pipa de metanfetamina, le tapa la boca al bebé con su ubre repleta de leche materna azucarada. Aplauden todos para homenajear a aquellos cuyo trabajo es esencial y que nos ayudarán a salir de esta pandemia con eslóganes que nos repiten a cada momento en la prensa, radio, televisión y finales de correos o conversaciones telefónicas donde todos se despiden de todos con un cuídate mucho como si a unos les importase de verdad lo que les sucede a otros. Bombardeándonos con mensajes positivos. Es como si estuviésemos en Navidad donde se nos está vendiendo y obligando a creer que todos somos unas excepcionales personas que piensan más en el resto que en ellos mismos. Cuando de hecho somos una pandilla de hijos de la gran puta preocupados solamente por nuestro bienestar propio y tal vez por el de nuestros seres más allegados siempre unidos en consanguinidad. Aplauden con sonrisas repletas de dientes y miradas que nos traspasan para ver cómo son los interiores de las viviendas.
A las nueve de la noche Buixó y yo ya estamos de vuelta de todos y de todo. La botella de vino se ha terminado, los aplausos se han perdido como las lágrimas en la lluvia de aquella película donde los diferentes eran perseguidos porque pese a ser iguales que el resto por fuera, por dentro resultaban ser mucho más perfectos, mejores y cuasi invencibles. Adolfo Buixó suele irse sin decir adiós. Con sus teorías conspirativas a cuestas. Mascullando y a menudo arrastrando las palabras. Dice que ellos ponen algo en el agua y es por eso por lo que él solamente bebe vino. Porque el vino está a salvo.
Está a saaalvo, Jota. Hum.
Repite.
A saaalvo.